Sobre la psicología del proceso creativo

Hace aproximadamente tres años publiqué mi primer libro. Una obra de la que estoy orgulloso, pero de la cual me apena no haber continuado inmediatamente, dando lugar a una especie de pausa de mi propio proceso creativo.

Y digo, no es que no haya escrito nada en la misma línea de pensamiento, ni tampoco que no haya releído mi propio libro al menos unas tres veces con el fin de preparar una segunda edición, corrigiendo los errores típicos que suelen presentarse en las primeras ediciones. Es que la escritura fue, al menos para mí, un proceso doloroso. 

No es que escribir traiga un dolor físico, pero si una molestia afectiva. 

De entrada, miles de pensamientos se agolpan cuando tengo frente a mí el tiempo disponible. Me declaro incompetente para elegir uno solo de ellos, por lo que anoto los que considero más importantes, al menos superficialmente los anoto o los bosquejo; y luego lamento la pérdida de todos aquellos que no llegaron a manifestar aquella inquietud o aquel atisbo de claridad. Es decir, toda actividad creadora, al menos para mí, representa una pérdida, una elección, una manifestación parcial de mi energía. 

Eso me hace a mi frente a mí mismo, un mentiroso. Si tan solo pudiera, por una sola vez, manifestarlo todo en su plenitud. Y pese a que sé que eso es imposible, no dejo de lamentar mi patético empeño de plasmación. La realidad me supera, y mis herramientas estilísticas me truncan. Ahí donde el mismo lenguaje no me basta para retratar un eco de un respiro, el olor de una mirada o la vastedad de un segundo. 

Y es que registro tantos elementos, que me llevan a tantos lugares, que la actividad creativa me termina por agotar y llevar a un estado de letargo del que salgo por el mismo dolor de hallarme en otro lugar, distinto del que empecé mi indagatoria. O puede ser que el dolor de verme reflejado en la mera percepción de mis propios elementos me llene de vergüenza por el mero hecho de ser. Como si quisiera evitar la insalvable relación entre ser y ver, como si fuera a ver reflejado el motivo de mi dolor en la inherente relación que guardo con las cosas que veo. Es decir, yo soy lo que veo, y veo lo que soy. Capaz de señalarlo tanto como incapaz de evitar poner en evidencia tal relación con el mundo conforme cierro los ojos a mi propia existencia, escondiéndome de mi propia vista, incapaz e impotente frente a mi propia capacidad de ver mi propia imagen y sentir tanto un odio profundo como un amor irrestricto hacia la misma figura. 

Tan dueño de mi como dueño de nada, he huido durante los tres últimos años de mi propia capacidad creadora. Ese libro, ese maldito y bendito libro que no he vendido. Esa capacidad para fundar en mis letras tantas posibilidades como callejones sin salida. Tanto poder como impotencia frente a mi propia capacidad de perderme en el todo y hallar consuelo al descubrir que nunca fui alguien. Solo presumía de serlo, y puede ser que esa sea la única posibilidad para el ser humano. Asumir que somos lo que creemos que somos, de tiempo en tiempo, de situación en situación. 

Y ante esa posibilidad de vivir en el vacío permanente, llenado por nuestro propio narcisismo; sin la posibilidad de encontrar otro asidero dentro de la vacuidad, la imposibilidad del ser pasado, presente y futuro se me presenta como otro vacío. Tanto lleno de mis deseos como de mi incapacidad por poner algo que me guste del todo en una hoja en blanco. 

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